28 abril 2016

LA GESTIÓN DE LA MEMORIA


La guerra de España en América fue plenamente moderna, precisamente gracias a su decidida voluntad de gestionar la memoria a través de la confusión

Jorge Luís Marzo
La memoria administrada


Un episodio de la historia pamplonesa y de su memoria

Hasta hace pocos años en el monumento erigido en Pamplona, en la posguerra del 36, a Iñigo de Loyola, en una de las dos placas adosadas al mismo se leía la siguiente inscripción: Soldado y combatiente de España, Ignacio de Loyola cayó defendiendo el Castillo de la Ciudad de Pamplona el 20 de mayo de 1521. El texto refleja con exactitud la realidad histórica de lo sucedido. Loiola cayó herido defendiendo Pamplona en un conflicto en el que participaba en uno de los bandos: el español, según se indica en el texto. No obstante, a pesar de su exactitud histórica, oculta un aspecto tal vez más importante para la sociedad navarra contemporánea.

Por el hecho de aparecer en un monumento público, el texto citado pretendía presentar una connotación positiva. La acción de Loiola, considerada “heroica” por quienes ordenaron erigirlo, merecía ser recordada en un monumento –en piedra- en su honor. En 1950, en pleno franquismo, el Ayuntamiento de Pamplona lo inauguró. Con arzobispo, alcalde y el conjunto de gobernadores, civiles y militares incluidos. La Pamplonesa dirigida por el maestro Cervantes. No hay que decir que el otro bando, el enemigo, el que hirió a Iñigo, según la historia oficial, eran los franceses, seculares enemigos de España:

Tras sucesivos destrozos del monumento, con decapitación incluida, en 2005 el Ayuntamiento decidió reconstruirlo –ahora en bronce-. La placa que rezaba “Soldado y combatiente de Cristo…” se mantuvo, no así la antes citada de “Soldado y combatiente de España…”. La relación de Loiola con la capital navarra había perdido en este camino un dato de primera magnitud. Según el texto de la placa conservada, Iñigo podía ser sencillamente un mártir cristiano o estar luchando por cualquier causa.

Es evidente que a los navarros molestaba mucho la conmemoración, en positivo, de una “gesta” en la que Navarra fue derrotada. De este malestar proceden los sucesivos destrozos del monumento. Pero nos debería exasperar más aún el hecho de que, hoy todavía, no se contextualice el evento que rememora.

En este hecho intervienen historia y memoria. La historia reflejada en la placa antigua era real, pero escocía la memoria histórica de los navarros. La segunda, que pretende ser “aséptica”, pienso que se debería considerar un atentado a la realidad histórica y a la memoria. Loiola cayó por España, sí, pero eso es parte de la verdad, ya que no cayó contra los franceses, sino contra un ejército organizado por la propia Navarra en el último intento del siglo XVI por recuperar su independencia. El hecho de no reflejar esta realidad, hace al monumento cómplice del olvido de la propia historia, además del de la memoria que ya expresaba el anterior.

En contraste con la presencia en Pamplona de un monumento a Iñigo de Loiola extraña la ausencia de uno al Mariscal Pedro de Navarra. El Mariscal fue defensor acérrimo de la independencia del reino frente a la ocupación castellano-española, hecho prisionero en 1516 en Roncal, rechazó en 1518 el perdón real a cambio de reconocer la legitimidad de la conquista del reino. Murió violentamente, en circunstancias confusas, en la prisión de Simancas en 1523. Un héroe para la memoria de los navarros. Ocultación de la historia, negación de la memoria

Estos hechos, cotidianos para la experiencia del paisaje urbano de los pamploneses, resumen con bastante claridad las complejas relaciones entre historia y memoria.


Historia y memoria

Según afirma Albert Balcells (2015):

La historia busca la objetividad y asume la complejidad y las contradicciones humanas. En cambio, la memoria es subjetiva, simplificadora y polarizada, pero eso no quiere decir que sea falsa. La historia comporta contextualización, relativización y perspectiva o distanciamiento cronológico. Es sabido hoy que la inteligencia es emocional y que, por tanto, toda dicotomía es irreal en el ámbito del recuerdo del pasado. La memoria ya no se alimenta de mitos como en los tiempos más antiguos, ni de leyendas como en los tiempos medievales, sino que busca el soporte del conocimiento histórico. De aquí la confluencia entre la memoria, materia prima de la identidad colectiva, y la historia, que es una ciencia social. Como toda ciencia no es estática: está en revisión permanente. Con el paso del tiempo la perspectiva histórica es móvil y, así como el presente no se puede enfocar con los esquemas de hace cincuenta años, tampoco el pasado permanece incólume a este cambio, no por una contaminación de presentismo sino porque la perspectiva ha variado.

La memoria y la historia presentan dos aspectos de una misma realidad: los hechos sucedidos en el pasado a una sociedad concreta. La historia –ciencia social y, por ello, relativamente objetiva- habría de ser el soporte de la memoria –realidad más cercana al activismo social-. En situaciones normalizadas ambas deberían caminar unidas y de modo complementario.

La realidad en muchas ocasiones no es tan idílica. Cuando el conflicto ha desgarrado una sociedad y sus heridas permanecen abiertas la situación presenta otros aspectos más peliagudos. Siempre se ha dicho, con razón, que la historia la escriben los vencedores. La memoria es, por el contrario, el patrimonio de los derrotados. La memoria histórica representa el factor que permite a los derrotados tener posibilidad de reivindicación, reparación, resarcimiento y de acceder, a su vez, al plano de la historia. El olvido supone, tal vez, el fracaso definitivo de la sociedad que sufrió la primera capitulación desde el punto de vista militar y político.

Walter Benjamin[i] decía que los grupos humanos, sociedades, pueblos, naciones, clases sociales etc., que olvidan sus derrotas, normalmente por imposición de los triunfadores, son doblemente vencidos. La primera vez en el hecho físico de la pérdida en sí misma y la segunda, a través del olvido, de la amnesia de su derrota y de los elementos que la soportan.

Toda la historia se escribe desde los intereses del presente y trata de justificarlo. Quienes ocupan las posiciones hegemónicas en una sociedad son, normalmente, los herederos de sus victorias históricas y su historia es, en general, una justificación de su estatus. La historia, toda la historia, se construye mediante la selección de algunos hechos del pasado y su importancia e interpretación se realiza desde los intereses del presente, de modo que puedan justifica su dominio.

Para los derrotados, la memoria proporciona la posibilidad de seleccionar como hechos relevantes del pasado otros, olvidados en la historia oficial, o, por lo menos con una interpretación diferente. Como afirma Raymond Aron (1964): El pasado no está definitivamente asentado más que cuando no hay porvenir. Quienes someten y quienes son sometidos no tienen la misma historia. Los intentos de reescribirla son continuos.

Afirmaba Koselleck (2010)

’Que hay que reescribir de vez en cuando la historia mundial es algo de lo que seguramente ya queda ninguna duda en nuestros días’ escribía Goethe. ‘Pero tal necesidad no procede, por ejemplo, del hecho de que numerosas cosas pasadas hayan sido descubiertas, sino de que llegan perspectivas nuevas, de que el contemporáneo de un tiempo de progreso es conducido a un punto de vista (Standpunkt) a partir del cual se puede ver y juzgar el pasado en su conjunto’.

Y en este sentido, Edward Said (2004) era contundente cuando expresaba que la escritura de la historia es el mejor camino para dar la definición de un país. Y, a continuación, la identidad de una sociedad es, en gran parte, función de la interpretación histórica.


Gestión de la memoria

Casi parece hecho a propósito. Como preludio y ensayo de las conquistas americanas, Castilla conquistó y ocupó las Islas Canarias a finales del siglo XV. A modo de resultado de ello, encontramos uno de los ejemplos más claros de la capacidad de manipular y consolidar no sólo la historia –ellos la escriben- sino, también, la memoria. En la Isla de Tenerife, al norte del Teide, existen dos pueblos que llevan en su nombre el topónimo de origen guanche “Acentejo”. Uno es “La Matanza de Acentejo”; junto al que se encuentra “La Victoria de Acentejo”. Conmemoran dos batallas: una ganada por los guanches ante los invasores españoles (1494), la otra, a la inversa, por los españoles frente a los guanches (1495).

Canarias no es un Estado independiente y es una nación sometida a España. Por lo mismo no es difícil saber qué nombre corresponde a cada batalla. Las dos son historia, las dos tienen un fuerte contenido memorial, pero el uso de la memoria está determinado por quienes vencieron y hoy dominan. Por eso, en el uso oficial, la matanza es lo que hicieron, primero, los guanches y la victoria es lo que, después, hicieron los españoles. Hoy los guanches han perdido por completo su lengua y su estructura cultural, social y política. Los españoles tienen todo eso en plenitud a través de su Estado y, por supuesto, la capacidad de gestionar la “memoria” de los propios descendientes de los guanches del siglo XV.

La actuación española durante el Barroco, época de la conquista y sometimiento de los pueblos americanos, está repleta de este tipo de acciones. Lo que sucedió posteriormente es que estos pueblos se emanciparon, por lo menos los criollos, durante el siglo XIX y esos aspectos históricos y memoriales fueron cambiados en gran parte. La nación Canaria continúa colonizada.

El uso de los monumentos o de los nombres que designan lugares y calles cuando hacen referencia a personas o hechos “históricos” no es nunca aséptico. Siempre tiene una connotación –positiva- relacionada con la visión de quienes otorgaron el nombre o el uso correspondientes. Y su función es memorial. De modo inconsciente o banal, pero con una intención de conformar el imaginario colectivo de la sociedad subordinada, de la memoria que constituye su identidad.

Por lo mismo, Iñigo de Loiola tiene un monumento en Iruñea. Representa un momento de la gestión de la memoria llevada a cabo por quienes conquistaron y ocuparon Navarra. Manifiesta el interés de quienes lo erigieron (1950) o lo reconstruyeron (2005). Se trata siempre de ocultar o tergiversar la memoria de los sometidos. En el primero se explicaba (parte de) la historia pero se humillaba la memoria de los navarros. En el segundo, lograron ocultar todo: historia y memoria. Pero eso es imposible.

En la historia, si no se investiga y expone otra más seria, más objetiva, prevalece la académica, la oficial, en este caso la de una Navarra desgarrada por conflictos internos y por las “apetencias” francesas que Castilla-España vino a “rescatar” y “recuperar” para llevarla al “buen camino”, al de su destino histórico unido al del resto de la monarquía hispánica. Por arte de birlibirloque desaparece la historia de un Estado europeo que durante muchos siglos fue modelo de organización social y política y lo convierte en un apéndice regional de España. Y con otra perspectiva, al norte de los Pirineos, de Francia.

En el campo de la memoria no existen tierras de nadie. Si los vencidos no se esfuerzan por preservar la suya acabarán –Benjamin dixit- derrotados en una segunda, y tal vez definitiva, ocasión.

Por eso es más grave la apropiación de la memoria que la de la historia oficial. Mientras la historia se sigue escribiendo permanentemente, la memoria perdida resulta mucho más difícil de recuperar. La pervivencia de la memoria y su capacidad de movilización social son elementos fundamentales para una reescritura de la historia desde los intereses de los derrotados. Y para la reparación de ofensas y agravios sufridos, para construir la justicia.


Coda

La memoria es subjetiva y resalta la visión de los hechos o lugares que una sociedad considera relevantes en la formación de propia identidad, de su personalidad. La memoria, como dice Balcells, en la antigüedad se basaba en los mitos y en la Edad Media en las leyendas. En la modernidad debe soportarse sobre la historia. En una historia apoyada sobre los requisitos de método que la convierten en una ciencia social. De este modo adquiere un mayor grado de objetividad.

La memoria de las sociedades, de forma análoga a la de las personas, es la base de su identidad, les permite permanecer a lo largo del tiempo y afrontar los diversos avatares que encuentran en su camino y, sobre todo, les capacita para diseñar proyectos de futuro. Sin memoria no hay identidad, sin identidad no hay cohesión social y sin ambas no hay proyecto. El proyecto, los proyectos, es, son, la clave de cualquier sociedad. Son garantía de vida, de ilusión y de perspectivas de un futuro justo y atractivo.



BIBLIOGRAFÍA

Aron, Raymod. “Dimensions de la conscience historique”. Paris 1964. Editions Plon

Balcells, Albert. Introducción del libro. Pujol Enric & Queralt Solé (eds.)  “Una memòria compartida. Els llocs de memòria dels catalans del nord i del sud”. Catarroja 2015. Editorial Afers

Koselleck, Reinhart

 «L’expérience de l’histoire». Paris 1997. Gallimard/Éditions du Seuil
«historia/Historia». Madrid 2010. Editorial Trotta

Löwy, Michael. “Walter Benjamín: Avertissement d’incendie. Une lecture des thèses ‘Sur le concept d’histoire’». Paris 2001. Editions Presses Universitaries de France (PUF)

Mate, Reyes. «Medianoche en la historia». Madrid 2006. Editorial Trotta

Oyarzún Robles, Pablo. “Walter Benjamín. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia”. Santiago de Chile 2009. LOM ediciones




[i] Tesis sobre el concepto de historia. Publicadas en 1942. Bibliografía; Löwy Michael (2001),  Mate Reyes (2006), Oyarzún Pablo (2009) y http://www.bolivare.unam.mx/traducciones/Sobre%20el%20concepto%20de%20historia.pdf


Publicado en la revista Herria 2000 Eliza. 260. zk. 2016

22 abril 2016

LA MEMORIA DE LOS OTROS

Caminar, hoy, por la capital del reino de España, Madrid, me induce con frecuencia sensaciones familiares. Mi etapa de estudiante me permitió, como dicen los franceses, flâner –vagar, sería una traducción aproximada al español- por muchos barrios madrileños. Era el final de los años 60 del pasado siglo y Madrid acababa de alzar cabeza tras una triste posguerra, a pesar de haber salido vencedores en la contienda quienes de ella se reclamaban. Había dejado de ser el “poblachón manchego” que, según Mesonero Romanos, fue y, con bastante sufrimiento para mucha gente, se iba organizando como una ciudad moderna.

Todavía podías deambular por un “barrio dentro de otro barrio”, como era el Barrio de Pozas en Argüelles, junto a la calle de la Princesa, donde hoy se erige el clónico edificio de El Corte Inglés de Princesa. Fue derribado en 1972 por obra de algún alcalde “ilustrado”, en este caso el inefable Carlos Arias Navarro, el carnicero de Málaga, y posterior ilustre gobernador civil de Navarra (1954-57) como sucesor del también famoso Luís Valero Bermejo. El barrio estaba constituido por 21 edificios levantados en 1860 por el arquitecto Cirilo Urribarri.

En un recorrido por Madrid el caminante se encuentra muchos otros nombres de comercios que corresponden a apellidos o, en menor medida, nombres de indudable origen vasco. De mis paseos de aquellos años tengo en la memoria, en una calle, cuyo nombre no logro recordar, próxima a San Bernardo y Malasaña, un comercio de tintorería o de limpieza cuyo nombre era Birgin Selva.

Si nos fijamos en los nombres de calles o plazas se puede encontrar, siguiendo desde San Bernardo por los antiguos bulevares, la Glorieta de Bilbao. De ella parte una calle que lleva por nombre Luchana. Continuando por bulevares en dirección al Paseo de la Castellana se encuentra, hacia la izquierda, la calle de Monte Esquinza. También existe en Madrid una calle Oroquieta. ¿Qué tienen en común Bilbao, Luchana, Monte Esquinza, Oroquieta? Todos designan batallas de las guerras carlistas. De forma curiosa no se encuentra ninguna calle que haga mención a Oriamendi, Abárzuza o Lacar; ni tan siquiera a Arguijas. ¿Por qué unas sí y otras no? ¿De qué atributo participan las primeras que no lo hacen las segundas? ¡Premio! Que todas son victorias liberales en cualquiera de las dos guerras del siglo XIX. No hay una que haga mención a una victoria carlista.

Algo muy semejante sucede si indagamos nombres de próceres, militares, eclesiásticos o civiles, del mismo siglo que tienen calle en la Villa y Corte española. Encontraremos Espartero, Oráa, Fernández de Córdoba y, por supuesto, Espoz y Mina. Ninguna referencia a Zumalakarregi, Egia o Villarreal, de la primera guerra o Dorregaray y Elio, de la segunda. Sí la tiene en cambio Rafael Maroto, el traidor, según la opinión de los carlistas.

La historiografía española oficial ha marcado dos campos perfectamente definidos: liberales (progresistas, laicos etc.) frente a carlistas (reaccionarios, meapilas etc.). La gestión de esta memoria se ve perfectamente reflejada en el callejero de Madrid. Todas las calles que representan hechos bélicos de esa época, batallas o militares, rememoran las victorias ya citadas: Bilbao, Monte Esquinza, Archanda, Luchana…. En este sentido, parece que el actual Ayuntamiento de Madrid quiere eliminar de su nomenclátor la “calle Montejurra”. Curiosamente, en la segunda guerra Carlista hay dos batallas en esta montaña: una en noviembre de 1873, con victoria carlista, y otra en febrero de 1876, con victoria liberal. ¿Por qué la quiere suprimir? ¿Por si pretendía conmemorar la victoria carlista en lugar de la liberal? Como no saben cuál es, se quita y tira millas.

Es evidente que, para la gestión de memoria que ejerce el Estado español, no hay dos bandos en ‘una guerra civil’ en la que el conflicto se dirime entre dos bandos igualmente nacionales. Los éxitos carlistas simplemente no existen. Para esta gestión memorial, las victorias liberales se asocian a lo nacional, a España. Sus derrotas (victorias carlistas) no existen. El ejército vasconavarro representa el otro, el enemigo nacional. Sus triunfos se borran de la memoria.

Está claro que los vasconavarros de hoy -malos, separatistas- no formamos parte del imaginario nacional hispano. Nos excluyen de su memoria. La nuestra es otra. Bueno sería que tomáramos nota.

Publicado en EUSKAL MEMORIA